5 dic 2009

Anoche lloré.

Siempre lloro y me empapo los labios de lágrimas y azufre. Pero anoche lloré, y fue distinto.

Lloré en seco y sentí que se me mojaba el corazón; lloré para adentro. Y fui cobarde, y no fui yo… o quizás es esa inútil reacción de no querer reconocerse en la cobardía de ese alguien en quien la noche y la melancolía nos han transformado.

Se me secó la garganta de un grito impotente que quedó atravesado ahí mismo.

Y me enojé.

Anoche lloré primero y luego me enojé. Y en mi atípico llanto convoqué los nombres ausentes y, claro, a Cortázar. El presente fue el mas desdichado regalo del destino.

La mierda! Si que estaba enojada…

Enojada con la vida, con mis padres, mi hermano mayor, y con él, por haberle amado tanto.

Luego la tristeza se fue ganando su espacio. Cortázar acudió y recordé que ahora venía la parte donde me sonaba la nariz y enjugaba mi llanto (léase “Instrucciones para llorar”). Pero ahí no acabó la seguidilla. También vino a la fiesta la bronca, porque la puta! Hasta el pobre Julio la ligó por haberse metido en la guantera de su auto azul.

Que va, dije, que se pudra! Escupí al viento rancio que minaba mi habitación.

Y lloré.

Ésta vez con lagrimas de los ojos. Si, esas superfluas aguas marinas.

Tanto que sacié mi sed y humedecí mi garganta.

Esta mañana era ideal para seguir con mi cara de ogro, pero me paré frente al espejo y me dije: “tonta! Él ni nadie merecen tu enojo. Además te vez fea así y eso no te lo permito, así que ahora vas a salir con tu sonrisa ancha a conquistar el mundo, a ver lo bueno que tienes y a ignorar lo malo”.

Escogí mi día.

Fui tan vulgarmente optimista que reí sola a carcajadas.

Y lloré.

De la risa esta vez…

Si el arte es indefinible, para que defender lo indefendible?